Soy consciente que este artículo es incómodo. Tan arriesgado como un trapecista en Manhattan pasando de un rascacielos a otro vecino con fuertes rachas de viento y con los espectadores lectores divididos entre quienes quieren, o no, verte caer al vacío. Que eso le ocurrirá, sin duda, con un simple golpe de aire de una palabra inflamable, porque no estamos hablando de política, sino de sentimientos. Sólo.
Como dijo José Ortega y Gasset hace nada menos que 83 años en el Congreso de los Diputados, cuando se debatía la aprobación del Estatut de Autonomía de Catalunya: “cuando una cosa es pura herida, quererlo curar lo matas” Lo decía a las ingenuas Señorías que querían solucionar para siempre el ‘problema de Cataluña’, como se llamaba entonces.
Vivir es ver volver decía como máxima de su vida Azorín, el escritor que dio nombre a la generación del 98. Tenía más razón que un santo.
Si tienen interés pueden leer en internet el discurso completo de Ortega porque aunque fuera pronunciado en 1932, parece estar escrito en el otoño de 2015. ¡No sólo Ortega, también Azorín tenía razón!
En ese discurso, el filósofo madrileño decía que la República tenía dos problemas políticos fundamentales que si no era capaz de resolver podían llevar a España a la tragedia nacional.
Un año después, el republicano Antonio Machado escribió un elogio al escritor monárquico Ramiro de Maeztu por su libro más conocido: La Defensa de la Hispanidad. En ese año, si alguien hubiera vaticinado que España iba a la guerra civil le habrían dicho que si estaba loco. Sin embargo, en octubre de 1934, tras la proclamación de la República de Companys y la rebelión de Asturias, las orejas del lobo asomaron en el horizonte.
¿Estoy advirtiendo de una posible guerra civil si la antinatural sociedad de interés Mas & Junqueras consigue la mayoría absoluta y proclaman, seis meses después del 27S, la Declaración Unilateral de Independencia?
No. En absoluto. Porque una guerra necesita dos ejércitos o, en su defecto, un pueblo en armas. Y eso no ocurrirá. Pero sí que habrá más cabreo general. Aumentar la presión es tan perjudicial para los pueblos como para las personas.
En 1984 en Sarajevo se celebró los Juegos Olímpicos de Invierno. Sólo unos locos podían pensar que diez años después se convertiría en el infierno de una ciudad sitiada en la que los francotiradores serbios practicaban el tiro mortal.
La tragedia de los Balcanes no se reproducirá en España porque en nuestro país no se ha plantado la simiente del odio. El cabreo general no alcanzará la cota del odio. A lo máximo puede llegar al escalón de la antipatía. A ese estado sí que estamos condenados por culpa de los atizadores de brasas que alimentan por igual los separatistas y sus socios necesarios: los separadores…
En el 36 sí estalló el odio, pero entonces no existía el colchón social amortiguador de una amplia clase media. España estaba dividida en dos grupos: unos pocos privilegiados y una pequeña clase media con aspiración a serlo, y la inmensa mayoría era campesinado y el proletariado urbano.
Las revoluciones estallan cuando una mayoría de la gente está tan desesperada que no es que no le importe la vida, pero se la juega… Los siete años de crisis nos han hecho más pobres, pero no hemos llegado a la desesperación.
Vuelvo al maestro Ortega y Gasset: el problema de fondo es de sentimientos, y eso es lo que le hace irresoluble. Encontró una palabra antipática, pero descarnadamente real: tenemos que conllevarnos. Esos sentimientos están en las dos partes. No sólo en una. Por eso el problema es irresoluble.
Dejando a un lado algo tan importante como es que la sociedad catalana está dividida (Indescat, de la Generalitat, dice que el porcentaje de catalanes que se siente por igual catalán y español es el doble al que dicen sentirse sólo catalán; otra cosa es que después vayan a votar…).
Obviando esto, que es trascendental, no es menos cierto que frente a ese sentimiento de los catalanes que quieren cortar sus lazos con España, existe el sentimiento, mucho mayor, de españoles que sienten Cataluña como una parte de su nación, y que no están dispuestos a perderla. La sentirían como una mutilación.
¿Acaso el sentimiento de los menos tiene más valor que el de los más?
En esta reflexión he mutilado a ese ¡52% de catalanes que también nos sentimos españoles!
Roberto Giménez