Este artículo es la continuación del publicado hace dos domingos (la mentira de El Segadors) por eso hoy lo he titulado en plural y con el apéndice II. No será el último, el próximo domingo caerá el tercero.
Decía entonces con ese ejemplo tan procaz con el que hasta en la escuela los maestros engañan a los niños, más por ignorancia que por la mala fe, con esas tres frases con el vibrato más grave y violento de Els Segadors: Bon cop de falc, defensors de la terra, bon cop de falc… Que en la canción tradicional era: Segueu arran, que la palla va cara, Segueu arran… Vamos, se parece lo que un huevo a una castaña.
El historiador Ricardo García Cárcel, catedrático de Historia Moderna de la Universitat Autónoma de Barcelona, escribió que ‘Cataluña es una sociedad enferma de pasado’. Más que Cataluña son los separatistas, pero me permito la osadía de rectificar al catedrático para decirle que ese pasado, que se creen a pie juntillas, aún hay algo peor: no ha existido nunca. Es un mito.
Seguro que Ricardo García, y cualquier historiador, estará de acuerdo conmigo: la Historia no es lo que debería haber sido y no fue, sino acercarse a lo que en realidad fue.
Así desde el mismo inicio de la fabricación de la nación catalana tan bellamente contada por Ferran Soldevila en su romántica Història de Catalunya, cuenta que el fundador del condado, Guifré el Pilos, puso sus cuatro dedos ensangrentados, el pulgar lo debió perder en la batalla, para dibujar los gules de la senyera sobre el dorado…
La historia real es que esta leyenda la escribió un teólogo valenciano a mitad del siglo XVI, seis siglos después de la muerte de Wifredo el Velloso, en su Crónica General de España, y especialmente de Aragón Cathaluña y Valencia.
El pecado original de esa visión romántica nacionalista es, como denunció el mejor historiador español, el gerundense Jaume Vicens Vives, que en la recreación del pasado ha sido con una visión esencialista. Es decir, como si Cataluña tuviera una identidad inmutable al paso del tiempo. De alguna forma es eterna desde la cuna, desde la misma marca hispánica, cuando con la llegada de los Capetos se separó de la dinastía carolingia (a finales del primer milenio).
Ni Cataluña, ni España ni ninguna otra nación está hecha con ese material intemporal propio de las piedras, no de las gentes…
Esta visión de naturaleza romántica es una recreación de finales del siglo XIX. Que es falsa se demuestra con este espejo sociológico: a finales del siglo XIX tres eran los espectáculos que más interés despertaban a los barceloneses: la zarzuela, el flamenco y las corridas de toros (Barcelona tenía tres plazas. No había otra ciudad con tantas, ni Madrid). Así lo explica el historiador gerundense Jordi Canal, doctor y jefe de estudios de la reputada École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS) de París, en su Historia Mínima de Catalunya, recién salida del horno.
Si algún nacionalista rebate esa realidad diciendo que era por culpa de la política asimiladora de los Borbones que desde el año cero (1714) quisieron borrar la identidad catalana, les diré que una de las primeras decisiones que tomó Felipe V al llegar al trono fue prohibir las corridas de toros porque, coincidiendo con el criterio del anterior Ayuntamiento de Barcelona del convergente Trías, consideró que el espectáculo era pura barbarie. Unos años después revocó esa orden real porque al populacho no le sentó bien que un rey extranjero dictara esa ley contra una tradición de siglos; y conservar el trono bien valía esa misa de sangre no consagrada…
Acabo con el mismo mensaje del artículo previo: el muro que los separatas nos quieren levantar es una argamasa de mentiras. No se apuren contaré más…
Roberto Giménez