El nacionalismo intenta recuperar el paraíso perdido, ese tiempo idílico y glorioso en el que erróneamente creen que Cataluña era una nación, cuando todavía no existían las naciones, con su autogobierno, sus instituciones y sus leyes, olvidando que formaban parte de un conjunto de reinos: la Corona de Aragón, cuyo nexo era el rey de Aragón.
Esta historia soñada e imaginada debe ser dotada de suficientes elementos que permitan narrar un pasado propio, independiente, en el que no sea necesaria la presencia de otros reinos para garantizar la propia existencia de Cataluña. Desde la doctrina nacionalista olvidan, o mejor dicho niegan, la pertenencia a un conjunto e idean nuevos elementos para darle a su relato la suficiente autonomía, generando una tergiversación de los hechos. La historia de Cataluña escrita desde el nacionalismo crea un nuevo personaje: el rey de Cataluña, y por tanto también un reino: el reino de Cataluña, con la finalidad de justificar un pasado perdido. Si nos paseamos por la Enciclopèdia Catalana, amparada por las instituciones públicas, veremos como todos los reyes de Aragón son también reyes de Cataluña; mejor aún, primero son reyes del inexistente reino de Cataluña y luego de Aragón. Así tenemos a Pere III de Catalunya-Aragó o Joan II de Catalunya-Aragó, reis de Catalunya-Aragó, por poner algún ejemplo. Las nuevas generaciones ya no estudian al rey emperador, Carlos I de España y V de Alemania, ahora ha pasado a ser Carles I de Catalunya-Aragó. En estas nuevas titulaciones de los monarcas el inventado reino de Cataluña está al mismo nivel que el de Aragón porque es indispensable eliminar esa dependencia catalana a la Corona y al rey de Aragón, pues de lo contrario los argumentos de estado propio e independiente no se sustentarían. Al mismo tiempo dejan de lado los demás reinos peninsulares que componían la Corona, como Valencia y Mallorca, porque el reino que debe estar por encima de los demás es el catalán. El falso título de reino generó otra denominación errónea, la de Corona Catalano-Aragonesa, cuyo creador, a finales del siglo XIX, fue Antonio de Bofarull, historiador al servicio de la causa nacionalista.
El problema está cuando desde las instituciones públicas, los medios de comunicación, los colegios e incluso desde las universidades se divulgan tales mentiras, porque resulta muy complicado poder acceder a la verdadera historia, sin tergiversación ni manipulación, y acaba convirtiéndose en el discurso oficial, pero falso. Por desgracia, en muchos casos son los mismos historiadores quienes ponen su oficio al servicio de la causa política, olvidando la rigurosidad y seriedad de la labor de un historiador.
El objetivo de todos ellos es la reivindicación de un pasado perdido, en este caso de un reino perdido. Sin embargo, resulta imposible recuperar aquello que nunca llegó a existir, puesto que los soberanos catalanes recibían el título de condes de Barcelona y no de reyes de Cataluña. En esa búsqueda de un pasado perdido podemos llegar a entender la creación de la figura de un monarca para dotar al relato de un cariz épico y legendario; sin embargo, es sólo eso: una epopeya. Los argumentos basados en una invención del pasado, automáticamente pasan a no ser válidos porque no pueden sustentarse en nada real.
Por tanto, es inadmisible que se falsee nuestra historia porque no es honesto que nos hagan creer en un pasado que no fue con la única finalidad de argumentar una ideología política. Creo que es necesario aceptar lo que fuimos para poder aceptar lo que somos.
Vera-Cruz Miranda
doctora en Historia