Pasó lo que esperaba: mi última Carta del Domingo levantó salpullidos en mi propia trinchera. El provocador escrito se titulaba el País del Nunca Jamás en el que, sin que sirva de precedente, aplaudía al rey por no haber querido jugar al paripé versallesco de la Forcadell.
Normalmente lo que cabrea a los de mi acera de enfrente, me regocija. Pero en este caso muchos de ellos también se alegraron que Felipe tramitara su enterado con un simple Emilio, porque les ha dado ocasión para rasgarse las vestiduras en todas las tribunas donde se desgañitan y poder decir que el conde de Barcelona, y ex príncipe de Girona, prefiere a los vascos. Como si la Forcadell me representara. Ella es la princesa de la corte austrohúngara de Sisi (De hecho, le ha servido a Rufián como excusa para no ir a la Zarzuela).
En política, la ley química de los vasos comunicantes dice que cuando la disparidad de opiniones está en la otra trinchera del frente, también se reproduce en la tuya. Una de las críticas me hizo especial gracia: “Guárdame, Señor, de mis amigos, que de mis amigos ya me cuidaré yo”, y el crítico sabía bien de que hablaba porque es un camarada de mis años mozos. Si hablo de ‘camaradas’ se preguntarán ¿de qué partido? Al menos yo, que soy un lector inquieto, me lo preguntaría.
Disculpen mi mala educación. No lo diré por una razón que reconozco interesada, aunque espero que me entiendan: no es ningún secreto porque tengo escrito el capítulo 10 de mis Memorias de Director, en donde cuento notarialmente mi peripecia política juvenil en los años en los que alboreaba la democracia. A quien le pique la curiosidad sólo tiene que pedírmelo (rgimenezgracia@icloud.com), y le enviaré la edición digital. La de papel es de pago. Se vende en Librerías. Que un servidor no ha tenido la suerte del señor Puigdemont de vivir de la sopa boba de las subvenciones públicas.
Si, decía que los separatistas día si y mañana también se indignan porque habitan (u okupan) la calle Indignados teóricamente desde hace 301 años y el pico que colea y coleará… Un escozor permanente que tiene todos los síntomas de estar en llaga viva. Molesto como una almorrana. Es un sin vivir. De ahí las prisas que tienen los separatas de dar a luz en el plazo de dos embarazos (18 meses).
Dicen los llagados que el rey Felipe nos tiene en peor estima que a los vascos. Vamos, que prefiere tener a mano a un batasuno que a un rufián cualquiera, porque hasta al Pedro Botero de Ibarretxe el rey le agradeció los servicios prestados, y a Mas ni las gracias le ha dado por habernos invitado a bajar al infierno en el que estaremos tan calentitos…
Quien se haya molestado por el desaire no deja de ser un gran cínico por seguir con la comparación de mi anterior Carta del Domingo. Entonces hablaba de Rousseau y hoy les hablaré de otro cínico de primer orden. No hay pensador que haya influido más en el devenir del último siglo que Carlos Marx. Y sospecho que también en éste y los venideros, porque la barba del alemán es alargada.
Cuando don Carlos escribía en la biblioteca del Museo Británico de Londres el opúsculo más célebre de la historia política, El Manifiesto Comunista, hablando de la conquista del paraíso en la tierra en una sociedad sin clases, ni amos ni esclavos; al llegar a su casa quienes pagaban las injusticias del capitalismo salvaje del siglo XIX eran sus tres hijas por un delito que no habían cometido: nacer mujeres. Él quería un varón. El azar, tan cabrón como él, le guiñó el ojo dándole un niño que nunca aceptó. Dejó embarazada a la sirvienta que dormía en su casa sometida a un régimen explotador tan estricto como los amos de las fábricas de Manchester en los que basó su obra fundamental El Capital. No tenía sueldo. Le pagaba con el techo, comida y la cama en donde se acostaban a deshoras. Nunca reconoció oficialmente a su hijo bastardo. Le dijo que tenía un hermanastro en el lecho de muerte, a la única hija que le quedaba. Las otras dos se suicidaron. No debieron ser muy felices con el padre que las castigaba tan arbitrariamente por el delito de no ser hombres…
Marx fue tan cínico como Rousseau (recuerden: el defensor de la infancia dejó a sus cinco hijos ilegítimos en un orfanato). Pues así me parecen los capitostes separatas que se rasgan las vestiduras porque Mas no ha recibido el mismo tratamiento en su despedida que Ibarretxe.
De hecho, el rey Juan Carlos también fue muy cínico con el Lendakari (la política es una de las actividades públicas en el que el cinismo es el rey, sea igual monarquía que república), porque premió su órdago separatista, defendido en las Cortes Generales, que rebajó el suflé abertzale al menos para una generación; mientras que Mas lo ha convertido en la levadura de este horno de su lustro negro que ha heredado un hijo de pasteleros.
Roberto Giménez